El primer carro que le conocí era un Ford de la década de los cincuenta. Era un carro largo y ancho, con cuatro faros circulares en el frente y de alerones laterales. Era de color azul, con muchas manchas y peladuras de óxido. El carro conservaba la tapicería original, con millones de ácaros, polvo, mugre y quién sabe qué más cosas en su interior. El velocímetro era redondo con una delgada aguja y números grandes. El radio tenía dos botones grandes a los lados, uno para el volumen y otro para sintonizar las emisoras. Las ventanas subían con una palanca manual. Menos una de la parte de atrás que no tenía palanca, que cuando se quería bajar (o subir según fuese el caso) tenía que buscarse un alicate en la guantera para que hiciese las veces de palanca. La silla del conductor estaba tapada con una almohada porque tenía un hueco que dejaba salir los resortes. En resumen, el carro era viejo, feo y sucio.
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Ese era el carro que su escaso trabajo podía brindarle. Él no trabajaba mucho, mas bien se dedicaba a dormir debajo de lavadoras. La gente lo llamaba para que les revisara las lavadoras cuando no funcionaban bien. Él llegaba, la desarmaba y se metía debajo de ella como cuando arreglaba el carro, y se quedaba ahí horas durmiendo, después se levantaba y le decía a la persona que lo llamó, que el daño era grave. Muchas veces sólo tenía que unir dos cables para arreglar el problema.
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- ¡Chamo qué calor hace! Vamos a buscar algo de tomar porque este calor no se lo aguanta nadie.
Él hacía unas diligencias y yo lo acompañaba. Llevábamos toda la tarde metidos en esa cafetera ambulante, derritiéndonos, casi que literalmente, del calor. Nos detuvimos en una tienda de esquina. Sacó su gorda billetera de cuero viejo y me dio un billete de quinientos bolívares.
- Compra dos cervecitas, chamo...- me dijo.
Fui a comprar las cervezas, regresé al carro y estiré los dos brazos, cada uno con una botella en la mano. Imaginé que tenía mucha sed. Él agarró sólo una y me dijo:
- Una es pa´ ti, pana...
Yo tenía siete años y una cerveza en la mano. Fue la primera vez que degusté el sabor de la cebada fermentada.
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Los pantalones deben ir a la altura de la cintura, y la camisa por dentro - solía decirme con tono moralista cada vez que me veía cambiar.
Yo simplemente obedecía, porque me daba igual. Pero a él no le daba igual. Esas eran sus dos reglas del buen vestir. De hecho eran las únicas reglas que tenía. Cuando se ponía un pantalón, colocaba su dedo índice en su ombligo y se subía el pantalón hasta el dedo. Y hacía coincidir también la hebilla de la correa con su dedo puesto en el ombligo. Pero antes de ese ritual, él realizaba otro: el de la camisa por dentro. Para lograr un máximo agarre y para evitar que la camisa se saliera, él aseguraba la camisa metiéndola en los calzoncillos y jalándola hasta que quedara bien encajada, quedando los calzoncillos por encima de la camisa. Y todo este proceso lo hacía frente al espejo. Se miraba mucho. Iba percatándose que todo estuviese quedando en su lugar.
En el bolsillo trasero del pantalón siempre guardaba, junto con su billetera, un pequeño peine de plástico negro. Se peinaba a cada momento. Sobre todo antes de entrar a algún lugar, fuese público o privado. Hasta en el carro tenía un espejito para peinarse su abundante cabellera canosa (y adornada con dos entradas frontales).
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- ¡Vieja coño e´madre, hijueputa! ¿No está viendo el semáforo en rojo?
Cuando él conducía se estresaba mucho, su nivel de tolerancia bajaba a cero, y le mentaba la madre a todo el que se atravesara en su camino. Un día íbamos en el carro por una avenida. Él manejaba como siempre: recostado sobre la puerta, con la mano derecha sobre el volante y el brazo izquierdo colgando por fuera de la ventana. En una esquina lo sorprendió una señora que cruzaba caminando cuando el semáforo peatonal estaba en rojo. Él freno abruptamente y procedió a recordarle la progenitora a la imprudente señora. Yo siempre sentía pena en esos momentos, pero esa vez me quise desaparecer porque cuando alcé la mirada reconocí en esa señora a la directora de mi colegio.
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A pesar de todo yo disfrutaba los paseos en el carro. Realmente no me importaba si el carro era viejo, feo y sucio, porque yo me sentía en el mismísimo batimóvil, porque ese... era el carro de mi papá.
jueves, 10 de mayo de 2007
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1 comentario:
Hey amigo, esta historia es muy pero muy firme....Ya me doy cuenta a quién saliste así.
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